sábado, 9 de noviembre de 2013

Sin morir y sin resucitar…

Le miró marcharse hasta que su silueta se desdibujó. Como si se lo hubiera tragado el sol. Y se sentó mirando en la misma dirección. Un rato más. Acaso un día. Acaso una noche. O acaso más. No porque esperara que volviera, no, lo hizo porque quería observar detenidamente esa ausencia. Muy despacio. Y acompasar los latidos de su corazón a la nueva canción del silencio. Bonita melodía sin letra para una tarde de verano con mar. Y con ausencia. Siguió observando. Y en ese rato no se murió. Sólo se le jubilaron algunas pestañas, de tanta sal. Y sonrió. Aquel piano ya no tenía esa tecla que sonó y sonó desde tan pequeña. Esa que jamás la mató, pero de la que tuvo que aprender a resucitar. Y resucitó tanto que no la temía. 

Volvía a sonar. Pero ella seguía bailando sin miedo a caer, sin miedo a escuchar. Y escuchó detenidamente. Cada vez. Y cada vez sonó más sorda, porque nunca la dejó de contemplar. Y de nuevo le tocó resucitar. Una vez más. Y otra más. Y otra más. Y después de cada renacer volvió a bailar, volvió a reír, volvió a volar. Hasta que llegó otra despedida más. Y lo miró marchar. Con el amor intacto y con una novedad: hoy escuchaba la melodía de ese momento, sin acordes de atrás. Y continuó mirando esa ausencia, sintiendo ese dolor presente y salado. Y sonrió una vez más. Porque cuando acabase la canción sólo tendría que levantarse y continuar. 

Sin dolor, sin olvidar, sin morir, y sin resucitar.


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